"¿Vos sabés dónde está el arbolito, Laura?", me preguntó mi madre, hace unos días. A modo de respuesta la miré, como diciendo ¿me hablás enserio?
"Bueno, al menos el pesebre, ¿no te acordás dónde lo guardamos?"
Ahí me reí.
"¿Vamos a festejar el nacimiento de la sociedad occidental?"
Yo sé que a ella no le gusta que le hable así. No sé qué sensación le causa, pero ella también sabe que a mí me parece que si no llevamos las ideas al cotidiano no logramos nada. Y entonces, todo bien con la cena y la reunión familiar, pero ¿de verdad teníamos que cumplir todas las tradiciones, especialmente la de los peores simbolismos?
Mi mamá me dijo que ay bueno Laura, que según ella el pesebre también significaba otras cosas: la familia, la unión... Para mí, la familia y la unión podían significar, en ese sentido, cuando el año pasado mis primas levantaron las copas y dijeron ¡eh al fin se terminó la mala racha! Porque esas fueron nuestras primeras fiestas de toda la familia unida sin que nadie termine en llanto. Y en ese sentido, entonces, todos nuestros domingos serían navidades.
Unos días después yo hablaba con las pibas y les decía que además de toda la molestia que sentía con las fiestas, de las peores cosas que pasaban esas dos noches era la obligación de salir y enfiestarse. No tengo recuerdo de malas fiestas. Siempre la pasaba bien, aunque después charlaba y me entereba que en otros lados de la familia se desataban desastres; pero en nuestra reunión de la zona sur no pasaba, sino que siempre fue, igual: sanguches del abuelo, cena de papá, ensalada de frutas de mamá. Como ya temprano nos aburrimos, siempre abrimos los regalos antes de las doce, y al rato los que toman ya están borrachos, por lo que empezamos a divertirnos de nuevo. Especialmente con la abuela, que es cuando empieza a desnudar historias (¡y si las tendrá!) sin tapujos. A las doce, brindis. Y después nos vamos a la puerta, donde saludamos a Juan, Carola, y su familia, a los de la esquina, los del frente. Tenemos un ritual de las fiestas: mi mamá tira cuetes, y tira uno en especial, que se llama cien tiros. Se para en medio de la calle, respaldado por Julián y lo tira. Mi abuela aplaude. ¡Qué lindo, qué lindo! Y después nos sentamos a comer pavadas y tomar sidra, champagne o lemonchamp que prepara Carola. Juan, por su parte, suele decirle a mis abuelos: ¡otro año más! Dejando al descubierto algo que yo le descubrí: siempre espera a la muerte Juan. Por su parte, Julián se va a la vuelta, a donde suena la cumbia La cumbia en el barrio, durante las fiestas, suena fuerte, hasta las 9, 10 de la mañana. Y al mediodía vuelve a sonar. Por otro lado, yo espero hasta eso de las dos, tres de la mañana, que vuelven los taxis y colectivos, y me voy en busca de alguna joda perdida por la noche. Todas mis fiestas, hasta este año, resultaron cualquiera. Una lista interminable de cualquieras, nada que vers, y cosas por el estilo.
Pero este año fue diferente. No sé por qué. A lo mejor por eso, por el deber estar enfiestada. Yo sé que me maquino mucho con esas cosas, hasta ser casi insoportable, pero no lo puedo evitar y lo creo real. El deber divertirse en las fiestas, el deber salir viernes y sábados, el deber estar borracho/drogado. Y acostarse tarde. Y a mí me molesta no sentir esas ganas colectivas, y me molesta sentir que estar mal no sentirlas.
Este año fue el segundo que paso con mis primas. Antes, por cuestiones interprovinciales, no la pasabamos todos. Pero ahora podemos, y es tan diferente. Tan lindo. Eso es la familia, como quería decirle a mi mamá, que por suerte se está trasladando a todos los días. "Vamos en manada, como si fuéramos muchos", se reía anoche Gaby, cuando nos cruzamos a ver los cuetes de mi mamá. "Acá no sobra cantidad, sí calidad", le dije yo, casi continuando el chiste de la cena, que decía que esta parte de la familia salió rebien. Gaby se paró, y me miró. "Posta", me dijo, tan sinceramente que me puso la piel de gallina.
A las costumbres que ya teníamos le sumamos un par más. Gaby, ahora, prepara una entradita. Y Rosi y yo un súper postre: unas tartas frutales para chuparse los dedos. Somos tantos, y hay tanto para hablar, y reirse, que se nos pasan las doce y todavía no abrimos los regalos, que no son más que necesidades básicas: ojotas, musculosas, jabones, cremas... Mirá, mirá, si vamos a necesitar regalos. Somos tantos que ahora salimos a tirar los cuetes, saludamos a Juan, a Carola, y a toda la familia, a los de la esquina y en frente, y volvemos a entrar: ponemos nuestra propia cumbia y todos nos ponemos a bailar. Hasta mis abuelos, aunque ellos sólo bailan una canción y ya está. "Porque entre el vino y la edad...."
El año pasado las chicas se fueron. A mí me buscaron Pau y Fer y nos fuímos a, claro, García. Todas mis navidades eran en García. Este año las chicas se quedaron un rato más, bailamos y abrimos un vino bueno, al fin, entre las tres. Nos miramos, nos reímos, y Gaby rompió el hielo: "yo estoy muerta". Y sí, Rosi también. Y yo me sumé. Casi como un acto de rebeldía, nos miramos y con los ojos dijimos: taza, taza, cada una a su casa. Yo, que ya estaba en la mia, me preparé unos mates, un pan dulce de los chicos veganos, y me puse a mirar películas de navidad y hollywood. Después de vaciar mi cabeza, me puse a leer mi Compañía del Monte, hasta las lágrimas y el fin.
Antes, esperando a que se hagan las doce, con Rosi nos miramos. "¿Por qué vamos a brindar, prima? ¿Por la navidad?", me preguntó. Yo no sabía qué decirle, ¿por qué brindábamos? Nos reímos. "¡Festejemos que son las doce!", le contesté. "Sí, de una, como antes". Como antes, como cuando éramos unas pibas, y Rosi, Bri, Tomás y yo nos tirábamos unos colchones en el living de su casa y mi tío nos contaba un cuento de terror. Nosotros estabamos acostados, y él sentado en una silla blanca. La silla blanca del terror la llamábamos. Cuando terminaba el relato de mi tío, entre nosotros cuatro apostábamos: a que no llegamos despiertos hasta las doce. Y luchábamos arduamente hasta el triunfo: a las doce nos aplaudiamos, suspirabamos en paz y nos tirabamos a dormir.
Brindamos y nos fuimos a la plaza a tirar los cuetes. "Vamos en manada, como si fuéramos muchos", se reía anoche Gaby, cuando nos cruzamos a ver los cuetes de mi mamá. "Acá no sobra cantidad, sí calidad", le dije yo, casi continuando el chiste de la cena, que decía que esta parte de la familia salió rebien. Gaby se paró, y me miró. "Posta", me dijo, tan sinceramente que me puso la piel de gallina. Teníamos una copa en mano las tres. Gaby se fue a ayudar a mi madre, y con Rosi nos quedamos mirando el cielo, la luna, los fuegos artificiales. "Qué lindo", "qué lindo"... estabamos contentas y no hay nada mejor que sentir esa plenitud.
"Menos mal que la pirotecnia estaba prohibida en Rosario, eh", me dijo Rosi, riéndose. Una risa que concluía una de las charlas de la tarde/noche. Lo que pasa es que habíamos estado sin luz toda la tarde, y la recuperamos recién cuando un vecino nos cambió de fase. Y charlabamos, irónicamente, del bienestar socialista en la ciudad, mientras debatíamos qué hacer con tanta comida, tanto calor, tanta gente. Charlamos también de la prohibición de la pirotecnia: un embole, aburrido, como estas gestiones. Seguíamos mirando el cielo, casi como si fuera una burla. "Entonces brindemos por los fuegos artificiales", le dije. Y ahí, entonces ahí, brindamos, mirándonos a los ojos, porque eso te da buena y suerte y además si no lo haces tenes unos cuantos años de mal sexo según dicen, y encontramos un sentido. Chiquito, pero al fin.
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